
Estar enfadado y a punto de reventar es una sensación extraña. Te sientes como si tuvieras algo metido en la garganta y no te pudieras expresar con la suficiente claridad como para que todos te entiendan.
A la vez, cualquier pequeña chispa puede ser el detonante de una gran explosión, incluso con personas que no tienen la culpa de nada. Y eso, la verdad, es bastante doloroso porque acabas igual de enfadado y sintiéndote culpable.
Por otra parte, las buenas maneras, el saber estar, te hacen que no digas las cosas tal y como quieres decirlas para desahogarte, lo que contribuye a aumentar la tensión interna y las ganas de pegarle un mordisco al primero que pasa por tu lado.
Además a todo esto hay que añadirle la presión de los exámenes y las responsabilidades varias que cada uno adquiere y por las que tiene que luchar, aunque sea dando parte de su tranquilidad y de sus pocas ganas de ver a algunas personas.
Lo peor de todo, es que un día te levantas y de ese enfado sólo queda un rastro: el cansancio. Y el cansacio, amigo mío, es para mí, la más molesta de todas las sensaciones.
No sé, como casi nunca, por qué escribo esto aquí, quizás sea mi modo particular de reventar y mandar al carajo (¡oh, taco sonoro en el idioma castellano!) algún que otro problema y/o preocupación.